domingo, 3 de mayo de 2009

Un fantasma recorre Europa

Después de la II Guerra Mundial, el descrédito de la derecha europea alcanzó posiblemente los niveles más altos de su historia. Los efectos de su abierta cooperación con el fascismo amenazaban incluso su existencia como fuerza política en algunos países europeos. En Francia, por ejemplo, no pocos representantes de los partidos conservadores estaban manchados por su apoyo al gobierno colaboracionista del mariscal Petain. En Italia, la monarquía, los sectores financieros, los terratenientes y el mismo Vaticano fueron quienes facilitaron el ascenso de Mussolini al poder; manteniendo la connivencia con el dictador hasta un cuarto de hora antes de su oportuna destitución. En Alemania, los Krupp, los Heinkel, los Siemens y demás industriales germanos se habían comprometido políticamente con Hitler; delegando en éste la tarea de acabar con la “marea roja” que amenazaba con arrebatarles su poder económico. El panorama de la posguerra no era tranquilizador ni siquiera para la propia burguesía inglesa que, a diferencia de la continental, resistió el ataque del fascismo. El recuerdo de la política económica conservadora de la preguerra, lesiva para los intereses populares, provocó que los “torys” obtuvieran un estrepitoso fracaso en las elecciones de 1945. Y eso había sucedido en un país en el que el premier conservador Wiston Churchill gozaba de una enorme popularidad como líder de la lucha británica contra la Alemania nazi.

En cambio, las izquierdas, y particularmente los comunistas europeos disfrutaban de un prestigio bien ganado en la lucha guerrillera contra el fascismo. Al fin y al cabo, para los pueblos de Europa, la Unión Soviética había cargado con los capítulos más dolorosos y sangrientos de la guerra. El sacrificio de 20 millones de soviéticos, muertos durante la contienda, generó una gran corriente de simpatía hacia ese país. El pensamiento revolucionario y progresista se convirtió en hegemónico entre una buena parte de las multitudes recién liberadas del fascismo. También entre la inmensa mayoría de la intelectualidad del viejo continente predominaba un fuerte sentimiento anticapitalista. Brecht, Rolland, Bertrand Russell, Ehremburg, Bernard Shaw, Barbusse, Jean Paul Sartre, Diego Rivera, Siqueiros, Chaplin, Visconti, Picasso, Thomas Mann, Luckacs, Buñuel… eran algunos de los intelectuales de la época cuyos nombres estaban asociados, de una u otra manera, con la izquierda. Así pues, el mundo de las artes, las letras, el cine y la filosofía se hallaba fuertemente impregnado por los aires optimistas de renovación social.

En el ámbito laboral, la hegemonía de los sindicatos de izquierda era evidente, y no sólo por razones de tradición histórica, sino también gracias a la combatividad desplegada en los años de la inmediata posguerra. Ante este auge izquierdista, incluso las corrientes sindicales socialdemócratas y cristianas, próximas a los postulados pronorteamericanos, tuvieron que radicalizar la apariencia de su discurso para evitar que sus competidores socialistas y comunistas provocaran la deserción de sus afiliados.

El panorama francamente adverso para los objetivos norteamericanos. Los Estados Unidos entendieron que era necesario dar un cambio radical a un contexto que hacía peligrar gravemente sus intereses. Sin el restablecimiento de la hegemonía ideológica del pensamiento conservador, su proyecto de control planetario tendría que enfrentarse con un difícil porvenir. Las clases poderosas de los EEUU necesitaban un mundo seguro y estable para el capitalismo, donde sus intereses económicos fueran incontestados e incontestables.

Los recursos para lograr esta “seguridad” fueron diversos: la intervención armada, (Grecia y Corea), la presión y el control económico (Plan Marshall y las instituciones de Brettons Wood) y la guerra ideológica. Hasta ahora muchos historiadores y comentaristas políticos habían sostenido que la función de la CIA era esencialmente militar. Y, en efecto, la Agencia desempeñó un importante papel en la preparación de golpes de Estado, en labores de espionaje, en la contribución a la logística militar, en la compra de dirigentes sociales, etc. Pero su tarea fundamental consistió en la penetración cultural e ideológica.

Ya desde el mismo momento de su creación, la CIA intentó colarse en todos los entornos productores de información. La compra de intelectuales vacilantes, la creación de millonarias Fundaciones “filantrópicas”, la apropiación ideológica de aquellos escenarios que transmitieran cualquier forma de pensamiento, se convirtió en una de sus primeras misiones. Desde 1947, fue autorizada para subsidiar programas de “colleges”; para crear entidades culturales; editoriales; magazines; o para organizar vistosos “congresos” de escritores y científicos a los que, invariablemente, se le prestaba una extraordinaria cobertura mediática.

También se encontraba entre los quehaceres de la Agencia suscribir contratos con Universidades privadas, emisoras de radio, periódicos, etc. Mediante esta vinculación financiera la Central conseguía ejercer una influencia directa y poderosa en los ámbitos académicos y mediáticos. La mayoría de las veces estas actividades se realizaban a través de sociedades fantasmas interpuestas. Por la documentación, hasta hace poco reservada, se sabe que la CIA consideró que las fundaciones de carácter supuestamente altruista serían un vehículo idóneo para la articulación de sus fines. Las fundaciones Farfield, Kaplan, Carnegie, Rockefeller y Ford fueron las tapaderas culturales más notorias de la CIA. A través de ellas, podía canalizar sus cuantiosos fondos sin que los destinatarios pudieran sospechar que estaban siendo manipulados por los servicios de inteligencia de los Estados Unidos.

La Fundación Ford se distinguió especialmente en el despliegue de la ofensiva ideológica norteamericana en Europa. A finales de los años cincuenta disponía de activos que superaban los tres mil millones de dólares. Algunos comentaristas de la época reseñaban, no sin cierta ironía, que “a veces parecía como si la Fundación Ford fuera una extensión del gobierno en el área de la propaganda cultural internacional”. Esta última observación cobró sentido cuando, en 1964, su presidente abandonó el cargo para convertirse en el principal asesor de Allen Dulles, director de la CIA.

Una investigación del Congreso de los Estados Unidos pondría de manifiesto en 1976 que cerca de la mitad de las 700 subvenciones concedidas por las fundaciones fueron financiadas por la Agencia Central de Inteligencia. Según un antiguo miembro de la Agencia, la infiltración de ésta en las fundaciones hizo posible la financiación de una "variedad aparentemente ilimitada de programas de acción clandestina que afectan a grupos juveniles, sindicatos, universidades, editoriales y otras instituciones privadas."

Después de la II Guerra Mundial, en Europa se tenía una opinión despectiva - y probablemente injusta - acerca del nivel cultural del estadounidense medio. La caricatura del yanqui masticador de chicle, ignorante y exclusivamente preocupado por la limpieza de su deslumbrante furgoneta Oldsmobile, era indudablemente exagerada, pero muchos europeos la compartían. Los círculos gubernamentales norteamericanos eran conscientes de que esa deformación popular europea no iba a facilitar el avance de su influencia en el viejo continente. Con objeto de hacer cambiar esa percepción y así favorecer su propio trabajo ideológico, se promovió el desembarco en Europa de compositores de la talla de Leonard Berstein, Elliot Carter y Gian Carlo Menotti. Las grandes editoriales americanas incrementaron la distribución de libros de autores como Pearll Buck, James Burnham, Norman Cousin y, también, de Ernest Herminway o William Faulkner. Se trataba del preámbulo a una invasión cultural menos amable e, indudablemente, mucho más sospechosa.

Muy pronto, en 1947, se inició de manera explícita la promoción de algunos escritores europeos, con pasado izquierdista, pero ya desilusionados de su antigua militancia. Centenares de miles de ejemplares de la obra de Arthur Koestler “El cero y el infinito”, encontraron un lugar destacado en las librerías del viejo continente. “Vino y pan”, de Ignacio Silote y “1984”, de George Orwell, fueron rápidamente elevadas a la categoría de “best seller”. No se trataba de hechos casuales. Los Servicios de Inteligencia norteamericanos pusieron especial énfasis en la promoción de aquellas obras que contribuyeran a romper cualquier esperanza de construir una sociedad diferente. Se trataba de desprestigiar los peligrosos sueños de cambio que se alojaban en el cerebro de los “cabezas de huevo”, término despectivo utilizado para referirse a los intelectuales. El reclutamiento de antiguos escritores “de izquierda” era particularmente apreciado por la CIA. Se les consideraba “cuñas del mismo palo” y, con razón, calculaban que los estragos que causarían en las filas del “enemigo” podían ser formidables.

En los años siguientes, una larga lista de intelectuales anticomunistas, serían catapultados por la Agencia. Isaiah Berlin, Stephen Spender, Daniel Bell, Dwight MacDonald, Robert Lowell, Hannah Arendt, Mary McCarthy, Raymond Arond, Anthony Crosland y Michael Josselson recibieron el apoyo económico y publicitario de la CIA. Esta afirmación no es una conjetura más o menos arriesgada. La investigadora británica Frances Stonor Saunders, de la Universidad de Oxford - teniendo como principales fuentes la documentación oficial y el acopio de entrevistas a algunos de los muñidores de esas operaciones- desveló la naturaleza de la ofensiva ideológica norteamericana a lo largo de cuatro décadas en su libro “La CIA y la guerra cultural”. En esta obra, a la que algunos historiadores califican como “maestra en la investigación histórica”, Stonor Saunders pone al descubierto en qué consistieron los resortes de la trama.

Cuando el “New York Times” y otros periódicos airearon públicamente en 1966 el origen de la financiación de aquellos “congresos”, empresas periodísticas y promociones editoriales, muchos de los intelectuales “reclutados” pretendieron excusar su participación en las operaciones de la CIA, alegando su ignorancia acerca de la identidad de quienes movían los hilos de esas iniciativas. Resulta difícil entender, sin embargo, que en una época en la que la escasez dominaba hasta en el último rincón de Europa, los intelectuales favorecidos por las preferencias de la CIA no se preguntaran nunca por el origen de la financiación de tanto “festín cultural”. Todos los datos ayudan a pensar que la mayor parte de los participantes en la ofensiva ideológica conservadora de la “guerra fría” tenían plena conciencia de quién era el dueño del caballo por el que apostaban. Escritores, filósofos o científicos sociales como Hannah Arendt, Daniel Bell, Isaiah Berlin, Mary McCarty, Sydney Hook, André Gide, Irving Kristoll, Freddie Ayer, André Malraux, Nicolás Nabokov, Jacques Maritain, T.S.Elliot, Benedetto Croce, Arthur Koestler, Raymond Aron, Salvador de Madariaga y Karl Jaspers defendían los “valores de la libertad” de acuerdo con los parámetros anticomunistas definidos por sus benefactores de la CIA. Resulta revelador que ninguno de ellos cuestionara con su rúbrica las intervenciones de los Estados Unidos en Irán, Guatemala, Corea, la caza de brujas emprendida por el Senado estadounidense contra intelectuales norteamericanos, las matanzas masivas en la Indochina colonial y Argelia o los linchamientos de negros por el Ku Klux Klan, en el Sur de los Estados Unidos.

Algunos, incluso, no dudaron en traspasar la frontera de la mera complicidad y se convirtieron en simples delatores de sus colegas, como fue el caso de George Orwell.

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