domingo, 3 de mayo de 2009

Introducción

No siempre los pueblos del mundo han estado custodiados por la Central Intelligence Agency (CIA). De hecho, tampoco la todopoderosa Agencia de espionaje nació con la Declaración de Independencia americana. La “Agencia Central de Inteligencia” fue creada hace relativamente poco tiempo, en 1947.

Hasta las vísperas de la II Guerra Mundial, los servicios de inteligencia de los Estados Unidos se caracterizaban por su inoperante disgregación. Numerosas organizaciones estatales independientes ejercían, simultáneamente y sin coordinación, cometidos similares en el área del espionaje. Las funciones de investigación política, por ejemplo, las ejecutaban a la vez el Departamento de Estado, el FBI y los ministerios de la Marina y de la Guerra. Esta desorganización constituía un serio obstáculo para que los Estados Unidos dispusieran de un “aparato de inteligencia” acorde con la época prebélica que se vivía. El papel de USA en el mundo, hasta el segundo conflicto mundial, había sido más bien modesto en comparación, por ejemplo, con los que desempeñaban Inglaterra y Francia. Esa fue una de las razones por la que su servicio de Inteligencia se había centrado hasta entonces en los “asuntos domésticos”, como la represión del movimiento sindical y de aquellas corrientes ideológicas no asimilables por el sistema.

En política exterior, la elite dominante estadounidense se preocupaba, fundamentalmente, de la fidelidad de lo que ellos han denominado siempre su “patio trasero”, es decir, Latinoamérica. Decenas de intervenciones militares de todo tipo se aseguraban de hacer cumplir la conocida máxima del quinto presidente de los Estados Unidos, James Monroe, que en 1823 declaró que “América debía ser para los americanos”… del Norte, claro. Más de tres cuartos de siglo después otro presidente estadounidense, Theodore Roosevelt, basándose en su política del Big Stick (Gran Garrote) sostendría que su país podía intervenir en cualquier nación latinoamericana "culpable de actuar incorrectamente en su política interior o exterior". De hecho él mismo así lo hizo en varias ocasiones, recibiendo ironías de la historia-, el premio Nobel de la Paz en 1906. Sus pulsiones bélicas eran de tal calibre que en cierta ocasión le escribió a un amigo: “Confidencialmente, agradecería casi cualquier guerra, pues creo que este país necesita una.”

Dos fueron los factores esenciales que llevaron al gobierno de los Estados Unidos a crear una potente institución encargada de las tareas de Inteligencia .En primer lugar, el fulminante ataque de los japoneses a Pearl Harbor, en Diciembre de 1941. En la agresión nipona ocho buques de guerra fueron hundidos, cerca de 200 aviones fueron destruidos y alrededor de 3.000 hombres resultaron muertos o heridos. El ataque japonés a la flota norteamericana en el Pacífico se realizó en unas condiciones sorprendentes. Al menos tres de las oficinas dedicadas al espionaje conocían los preparativos secretos de la operación. Pero la descoordinación era tal que los militares no estaban al corriente de las orientaciones del Departamento de Estado, y los diplomáticos, por su parte, no tenían acceso a los materiales de inteligencia del Ejército y de la Marina. Este acontecimiento convenció a los círculos gobernantes de que debían unificar, urgentemente, todos sus organismos de Inteligencia.

Pero, según se desprende de la documentación de la época, hubo un segundo factor de mayor relieve que hizo indispensable la creación de una organización de Inteligencia centralizada y con una percepción “global” de sus funciones. Las elites dominantes del país estimaban que “la potencia más grande del mundo” requería unos servicios en consonancia con su futura influencia internacional. Los Estados Unidos, se auguraba con acierto en los círculos del poder, saldrían de su intervención en la segunda guerra mundial como la gran potencia hegemónica del planeta. En cuanto a los efectos destructivos de la guerra, resultarían indemnes, en tanto que los daños del conflicto difícilmente podían alcanzar sus fronteras. Pero además se encontraban en inmejorables condiciones para convertirse en el gran país acreedor, artífice de la recuperación económica de los europeos.

George Kennan, el más influyente asesor del presidente Truman, según revelan hoy los documentos confidenciales de la época, se expresó con brutal sinceridad a este respecto:

“Los Estados Unidos posee el 50% de la riqueza del mundo, pero sólo el 6% de su población... En tales condiciones, es imposible evitar que la gente nos envidie. Nuestra auténtica tarea consiste en mantener esta posición de disparidad sin detrimento de nuestra seguridad nacional. Para lograrlo, tendremos que desprendernos de sentimentalismos y tonterías. Hemos de dejarnos de objetivos vagos y poco realistas como los derechos humanos, la mejora de los niveles de vida y la democratización. Pronto llegará el día en que tendremos que funcionar con conceptos directos de poder. Cuántas menos bobadas idealistas dificulten nuestra tarea, mejor nos irá..."

Los Estados Unidos emergieron, pues, de la Segunda Guerra Mundial con una influencia decisiva en todas las esferas de ámbito mundial, e impusieron a nivel planetario un conjunto de instituciones con la finalidad de garantizar que las cosas iban a funcionar según sus intereses. Las instituciones claves en esta construcción fueron el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. A éstas se añadió, en 1948, el Plan Marshall, mediante el cual los EEUU prestaron a la Europa occidental una ayuda económica de 16.000 millones de dólares. La operación crediticia tenía una doble finalidad: crear un macromercado para los productos norteamericanos en Europa y, a su vez, controlar el peligroso escoramiento hacia la izquierda que se experimentaba en el viejo continente.

Con el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el propio Plan Marshall se podían controlar los flujos económicos y chantajear a aquellos países que no se sometieran al dictado de los intereses norteamericanos. Pero con un Servicio de Inteligencia adecuado y el ejército se podían comprar conciencias, eliminar disidentes y, en el último extremo, si el “enemigo” era contumaz, acallarlo con el estruendo de las cañoneras. Para lograrlo era preciso crear un sistema de inteligencia que no fuera tan solo una mera base informativa para la toma de decisiones sobre política exterior, como ocurría con los servicios tradicionales de espionaje. Había que ir más lejos. Se requería un instrumento para “hacer” política exterior. La revista norteamericana “Foreign Affaires” explicaba en aquella época con lucidez que a los Estados Unidos no le bastaba su potencial militar para ejercer una influencia mundial. A juicio de la revista, necesitaba de “algo más”. G. Petty, un ideólogo estadounidense del expansionismo, decía que su país requería de un servicio de inteligencia excepcionalmente extenso “para asumir el liderazgo mundial en todos los continentes y en todos los sistemas sociales, en todas las razas, religiones, en cualesquiera condiciones sociales, económicas y políticas.” La CIA se convirtió, en 1947, en ese instrumento. Su dependencia directa del presidente de los Estados Unidos le concedería un importante papel en la política exterior norteamericana.

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