domingo, 3 de mayo de 2009

La Guerra Fría

Dean Acheson, viceministro de Asuntos Exteriores del gobierno estadounidense, en 1944, todavía sin concluir la guerra, comentaba con el presidente del Comité encargado de la planificación económica de la posguerra que "…lo más importante son los mercados. Tenemos que procurar que nuestros productos sean usados y que se vendan". Y terminaba añadiendo "No podemos tener empleo para todos y prosperidad en los Estados Unidos sin los mercados del exterior". Estaba claro que Acheson no solo se refería a la exportación de de productos de consumo. En los años del conflicto mundial los Estados Unidos habían consolidado una respetable industria armamentista, que alimentó no sólo su propio esfuerzo bélico, sino también el de todos los ejércitos aliados, incluido el de la Unión Soviética. El final de la guerra no podía significar la conclusión de ese ventajoso idilio entre producción e industria militar. El espíritu de la época queda fielmente reflejado en la reflexión del escritor norteamericano Richard Barnet:

"La economía de guerra facilita una posición cómoda a decenas de miles de burócratas vestidos de uniforme o de paisano que van a la oficina cada día a construir armas atómicas o a planificar la guerra atómica; a millones de trabajadores cuyos puestos de trabajo dependen del sistema de terrorismo nuclear; a científicos e ingenieros pagados para buscar la "solución tecnológica" definitiva que proporcione una seguridad absoluta; a contratistas que no quieren dejar pasar la ocasión de obtener beneficios fáciles; a guerreros intelectuales que venden amenazas y bendicen guerras" .

Para mantener el emporio industrial-armamentista era necesario que existiera una justificación. El enemigo, -Alemania, Italia y Japón – había sido absolutamente derrotado. Solo la creación de un nuevo enemigo, que infundiera terror, que transmitiera la idea de que peligraba “la forma de vida americana” (“the american way of life”), haría posible que el pueblo de los Estados Unidos se enrolara en una nueva cruzada contra “las hordas asiáticas”, como G. Kenan, el ya mencionado asesor del presidente Truman, denominaba a todo lo que viniera del Este. La histeria se instaló en el cerebro de cada estadounidense. El “Capitán América”, héroe de los comics norteamericanos, pasó de luchar contra los nazis a perseguir peligrosos comunistas emboscados bajo las alfombras del vecino. La persecución no se limitó a los satanizados marxistas sino que se proyectó, igualmente, sobre “sus amigos” y “compañeros de viaje”, con lo que el espectro de ciudadanos bajo sospecha se hizo infinito. Había comenzado la Guerra Fría.

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