domingo, 3 de mayo de 2009

Introducción

No siempre los pueblos del mundo han estado custodiados por la Central Intelligence Agency (CIA). De hecho, tampoco la todopoderosa Agencia de espionaje nació con la Declaración de Independencia americana. La “Agencia Central de Inteligencia” fue creada hace relativamente poco tiempo, en 1947.

Hasta las vísperas de la II Guerra Mundial, los servicios de inteligencia de los Estados Unidos se caracterizaban por su inoperante disgregación. Numerosas organizaciones estatales independientes ejercían, simultáneamente y sin coordinación, cometidos similares en el área del espionaje. Las funciones de investigación política, por ejemplo, las ejecutaban a la vez el Departamento de Estado, el FBI y los ministerios de la Marina y de la Guerra. Esta desorganización constituía un serio obstáculo para que los Estados Unidos dispusieran de un “aparato de inteligencia” acorde con la época prebélica que se vivía. El papel de USA en el mundo, hasta el segundo conflicto mundial, había sido más bien modesto en comparación, por ejemplo, con los que desempeñaban Inglaterra y Francia. Esa fue una de las razones por la que su servicio de Inteligencia se había centrado hasta entonces en los “asuntos domésticos”, como la represión del movimiento sindical y de aquellas corrientes ideológicas no asimilables por el sistema.

En política exterior, la elite dominante estadounidense se preocupaba, fundamentalmente, de la fidelidad de lo que ellos han denominado siempre su “patio trasero”, es decir, Latinoamérica. Decenas de intervenciones militares de todo tipo se aseguraban de hacer cumplir la conocida máxima del quinto presidente de los Estados Unidos, James Monroe, que en 1823 declaró que “América debía ser para los americanos”… del Norte, claro. Más de tres cuartos de siglo después otro presidente estadounidense, Theodore Roosevelt, basándose en su política del Big Stick (Gran Garrote) sostendría que su país podía intervenir en cualquier nación latinoamericana "culpable de actuar incorrectamente en su política interior o exterior". De hecho él mismo así lo hizo en varias ocasiones, recibiendo ironías de la historia-, el premio Nobel de la Paz en 1906. Sus pulsiones bélicas eran de tal calibre que en cierta ocasión le escribió a un amigo: “Confidencialmente, agradecería casi cualquier guerra, pues creo que este país necesita una.”

Dos fueron los factores esenciales que llevaron al gobierno de los Estados Unidos a crear una potente institución encargada de las tareas de Inteligencia .En primer lugar, el fulminante ataque de los japoneses a Pearl Harbor, en Diciembre de 1941. En la agresión nipona ocho buques de guerra fueron hundidos, cerca de 200 aviones fueron destruidos y alrededor de 3.000 hombres resultaron muertos o heridos. El ataque japonés a la flota norteamericana en el Pacífico se realizó en unas condiciones sorprendentes. Al menos tres de las oficinas dedicadas al espionaje conocían los preparativos secretos de la operación. Pero la descoordinación era tal que los militares no estaban al corriente de las orientaciones del Departamento de Estado, y los diplomáticos, por su parte, no tenían acceso a los materiales de inteligencia del Ejército y de la Marina. Este acontecimiento convenció a los círculos gobernantes de que debían unificar, urgentemente, todos sus organismos de Inteligencia.

Pero, según se desprende de la documentación de la época, hubo un segundo factor de mayor relieve que hizo indispensable la creación de una organización de Inteligencia centralizada y con una percepción “global” de sus funciones. Las elites dominantes del país estimaban que “la potencia más grande del mundo” requería unos servicios en consonancia con su futura influencia internacional. Los Estados Unidos, se auguraba con acierto en los círculos del poder, saldrían de su intervención en la segunda guerra mundial como la gran potencia hegemónica del planeta. En cuanto a los efectos destructivos de la guerra, resultarían indemnes, en tanto que los daños del conflicto difícilmente podían alcanzar sus fronteras. Pero además se encontraban en inmejorables condiciones para convertirse en el gran país acreedor, artífice de la recuperación económica de los europeos.

George Kennan, el más influyente asesor del presidente Truman, según revelan hoy los documentos confidenciales de la época, se expresó con brutal sinceridad a este respecto:

“Los Estados Unidos posee el 50% de la riqueza del mundo, pero sólo el 6% de su población... En tales condiciones, es imposible evitar que la gente nos envidie. Nuestra auténtica tarea consiste en mantener esta posición de disparidad sin detrimento de nuestra seguridad nacional. Para lograrlo, tendremos que desprendernos de sentimentalismos y tonterías. Hemos de dejarnos de objetivos vagos y poco realistas como los derechos humanos, la mejora de los niveles de vida y la democratización. Pronto llegará el día en que tendremos que funcionar con conceptos directos de poder. Cuántas menos bobadas idealistas dificulten nuestra tarea, mejor nos irá..."

Los Estados Unidos emergieron, pues, de la Segunda Guerra Mundial con una influencia decisiva en todas las esferas de ámbito mundial, e impusieron a nivel planetario un conjunto de instituciones con la finalidad de garantizar que las cosas iban a funcionar según sus intereses. Las instituciones claves en esta construcción fueron el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. A éstas se añadió, en 1948, el Plan Marshall, mediante el cual los EEUU prestaron a la Europa occidental una ayuda económica de 16.000 millones de dólares. La operación crediticia tenía una doble finalidad: crear un macromercado para los productos norteamericanos en Europa y, a su vez, controlar el peligroso escoramiento hacia la izquierda que se experimentaba en el viejo continente.

Con el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el propio Plan Marshall se podían controlar los flujos económicos y chantajear a aquellos países que no se sometieran al dictado de los intereses norteamericanos. Pero con un Servicio de Inteligencia adecuado y el ejército se podían comprar conciencias, eliminar disidentes y, en el último extremo, si el “enemigo” era contumaz, acallarlo con el estruendo de las cañoneras. Para lograrlo era preciso crear un sistema de inteligencia que no fuera tan solo una mera base informativa para la toma de decisiones sobre política exterior, como ocurría con los servicios tradicionales de espionaje. Había que ir más lejos. Se requería un instrumento para “hacer” política exterior. La revista norteamericana “Foreign Affaires” explicaba en aquella época con lucidez que a los Estados Unidos no le bastaba su potencial militar para ejercer una influencia mundial. A juicio de la revista, necesitaba de “algo más”. G. Petty, un ideólogo estadounidense del expansionismo, decía que su país requería de un servicio de inteligencia excepcionalmente extenso “para asumir el liderazgo mundial en todos los continentes y en todos los sistemas sociales, en todas las razas, religiones, en cualesquiera condiciones sociales, económicas y políticas.” La CIA se convirtió, en 1947, en ese instrumento. Su dependencia directa del presidente de los Estados Unidos le concedería un importante papel en la política exterior norteamericana.

La Guerra Fría

Dean Acheson, viceministro de Asuntos Exteriores del gobierno estadounidense, en 1944, todavía sin concluir la guerra, comentaba con el presidente del Comité encargado de la planificación económica de la posguerra que "…lo más importante son los mercados. Tenemos que procurar que nuestros productos sean usados y que se vendan". Y terminaba añadiendo "No podemos tener empleo para todos y prosperidad en los Estados Unidos sin los mercados del exterior". Estaba claro que Acheson no solo se refería a la exportación de de productos de consumo. En los años del conflicto mundial los Estados Unidos habían consolidado una respetable industria armamentista, que alimentó no sólo su propio esfuerzo bélico, sino también el de todos los ejércitos aliados, incluido el de la Unión Soviética. El final de la guerra no podía significar la conclusión de ese ventajoso idilio entre producción e industria militar. El espíritu de la época queda fielmente reflejado en la reflexión del escritor norteamericano Richard Barnet:

"La economía de guerra facilita una posición cómoda a decenas de miles de burócratas vestidos de uniforme o de paisano que van a la oficina cada día a construir armas atómicas o a planificar la guerra atómica; a millones de trabajadores cuyos puestos de trabajo dependen del sistema de terrorismo nuclear; a científicos e ingenieros pagados para buscar la "solución tecnológica" definitiva que proporcione una seguridad absoluta; a contratistas que no quieren dejar pasar la ocasión de obtener beneficios fáciles; a guerreros intelectuales que venden amenazas y bendicen guerras" .

Para mantener el emporio industrial-armamentista era necesario que existiera una justificación. El enemigo, -Alemania, Italia y Japón – había sido absolutamente derrotado. Solo la creación de un nuevo enemigo, que infundiera terror, que transmitiera la idea de que peligraba “la forma de vida americana” (“the american way of life”), haría posible que el pueblo de los Estados Unidos se enrolara en una nueva cruzada contra “las hordas asiáticas”, como G. Kenan, el ya mencionado asesor del presidente Truman, denominaba a todo lo que viniera del Este. La histeria se instaló en el cerebro de cada estadounidense. El “Capitán América”, héroe de los comics norteamericanos, pasó de luchar contra los nazis a perseguir peligrosos comunistas emboscados bajo las alfombras del vecino. La persecución no se limitó a los satanizados marxistas sino que se proyectó, igualmente, sobre “sus amigos” y “compañeros de viaje”, con lo que el espectro de ciudadanos bajo sospecha se hizo infinito. Había comenzado la Guerra Fría.

La amenaza soviética

En realidad tal amenaza no existía. Al menos no en la forma en la que la construyeron quienes diseñaron el espantajo fantasmagórico del “peligro soviético”, con espías, micrófonos y conspiraciones en la sala de estar de cada hogar americano. Ciertamente que el mundo no era ya el que había sido antes de la guerra. Parecía haberse acabado la época en la que los ingleses podían dormir tranquilamente la siesta abanicados por algún súbdito de sus extensos dominios. En 1945 las poblaciones de las colonias tuvieron la oportunidad de comprobar que Inglaterra y Francia no eran imbatibles. No fueron pocos los habitantes de las colonias que engrosaron los batallones franceses e ingleses durante las dos guerras mundiales. En ambas ocasiones pudieron constatar las debilidades del supuestamente invencible “gran padre blanco” frente a los ejércitos alemanes. Los imperios coloniales europeos salieron seriamente maltrechos de la conflagración mundial. Esas debilidades y otras fortalezas permitieron que la llama anticolonialista prendiera por toda Asia y África.

Por otro lado, los países de la Europa oriental, hasta donde los ejércitos soviéticos habían llegado en su lucha contra los alemanes, inauguraron con mejor o peor fortuna, regímenes sociales que cuestionaban el sistema capitalista. Simultáneamente, en la Europa occidental, los partidos políticos de izquierdas obtenían arrolladores resultados en las elecciones. El temor a la “marea roja” se apoderó de la burguesía americana y europea.

El mundo de la posguerra era, ciertamente, un mundo convulso, pero sus contradicciones estaban engendradas por el propio sistema económico y político. La “amenaza rusa” fue una invención diseñada a propósito en los laboratorios del expansionismo norteamericano. Hoy disponemos de pruebas documentales que demuestran que ni siquiera sus propios autores creían en su existencia. Solo personajes como James Forrestal, Secretario de Estado para la Marina, que se suicidó en un hospital psiquiátrico porque veía horrorizado llegar a los rusos a través de su ventana, daba verosimilitud a una patraña de esa envergadura. Sencillamente, la URSS no podía constituir una amenaza frente al poderío de los Estados Unidos. La Unión Soviética, que había llevado el peso de la guerra contra Alemania, quedó devastada por el conflicto. El ejercito hitleriano dejó tras de sí a veinte millones de muertos sobre su inmenso territorio. Ningún otro país sufrió unos daños tan enormes.

Los Estados Unidos, en cambio, perdieron solo 400.000 soldados en la contienda. Dicho de otra manera, a cada norteamericano muerto le correspondieron 50 muertos rusos. La desproporción era gigantesca. Todavía en 1948, tres años después de haber concluido la guerra, el ministro de Sanidad de la antigua Unión Soviética, E. Smirnov, podía contemplar horrorizado como, por falta de vasos, en los hospitales de su país se daba de beber a los enfermos en latas cochambrosas con los bordes retorcidos. La guerra destruyó la tercera parte del patrimonio nacional soviético. De acuerdo con la cotización monetaria de entonces, el valor de lo que fue destruido ascendió a 485 mil millones de dólares, una cifra gigantesca si intentáramos traducirla a su equivalencia actual. ¿Desconocían las altas esferas políticas y militares estadounidenses ese panorama? Michael Sherry, investigador norteamericano que ha tenido acceso a los expedientes de los archivos de la época asegura que “según reconoció el Mando de las Fuerzas Armadas la Unión Soviética no representaba un peligro inmediato. Su economía y sus recursos materiales se encontraban agotados por la guerra… Por tanto, en los primeros años deberá concentrarse en la reconstrucción interna… Pero sus posibilidades, con independencia de lo que pensemos de las intenciones rusas, no dan motivo suficiente para designar a la URSS como enemigo potencial.” En agosto de 1945, fecha en la que Hiroshima y Nagasaki fueron arrasadas, los Estados Unidos disponían sólo de las dos bombas atómicas que habían utilizado contra esas ciudades. Pero apenas cuatro meses después, a finales de 1945, sus arsenales atómicos almacenaban nada menos que 195 ingenios termonucleares. La URSS, que ya por esa fecha había empezado a ser descrita por la iconografía norteamericana como el “enemigo diabólico”, no poseía todavía ni una sola bomba atómica.

Europa, por tanto, no estaba amenazada por ningún tipo de “agresión soviética”. En realidad, lo que asustaba a los americanos y a las clases dominantes europeas era la posibilidad de que se constituyeran alianzas entre las fuerzas populares que habían luchado contra el fascismo.

Para los Estados Unidos no constituía ninguna novedad la práctica de “construir” a sus enemigos. Desde su nacimiento, en 1776, había sido un país cuyas fronteras se encontraban en constante despliegue. Esa pulsión expansionista se convirtió en una constante de su política exterior. Las clases dirigentes norteamericanas han tenido que justificar, ante su propio pueblo, sus continuas intervenciones militares ultramarinas, desencadenadas generalmente por causas inconfesables. Y aprendieron a hacerlo con auténtica maestría. Con el paso del tiempo, los gobernantes estadounidenses desarrollaron una gran pericia en el arte de colar por el ojo de la cerradura de cada hogar americano, la imagen maléfica de un enemigo que unificase la voluntad de la nación Cuando se hizo necesario arrebatarle a México una parte importante de su territorio, los mexicanos fueron previamente demonizados por los rotativos de la época. Mas tarde, el fantasma del enemigo se encarnó en España, justo en el momento en el que las ambiciones anexionistas sobre Cuba se hicieron incontenibles. Coreanos, vietnamitas, cubanos, nicaragüenses y dominicanos, iraníes e iraquíes, entre otros muchos, han llenado también de temor la mente, siempre amenazada, del norteamericano medio. Aun en nuestros días, cuando el “Imperio del Mal”, la URSS, ha desaparecido de la faz de la tierra, y la potencia militar norteamericana parece no tener rival, el espectro de nuevos enemigos – los árabes, el invisible Al Qaeda, el maléfico Ben Laden, el Eje del Mal, el terrorismo internacional etc., etc. -, vuelven a cernirse sobre la atribulada conciencia de los norteamericanos.

Los nazis y la CIA

Hasta pocos años antes de la entrada de los EE.UU. en la II Guerra Mundial, la actitud de los círculos empresariales norteamericanos hacia la Alemania nazi fue algo más que benevolente. En muchos casos, los magnates norteamericanos llegaron a apoyar económicamente al Partido Nacional-Socialista de Adolf Hitler. Conocidos hombres de la industria, la política y las finanzas norteamericanas manifestaron públicas simpatías por los nazis en las antevísperas de la guerra. Personajes como Henry Ford, dueño de la industria de automóviles Ford y autor del libro antisemita “El judío internacional”; la familia Du Pont, propietaria de la legendaria General Motors; el multimillonario Rockefeller; los hermanos John y Allan Dulles, secretario del Departamento de Estado y jefe de la CIA respectivamente; William Randolph Hearst, propietario de la mayor cadena de periódicos norteamericana y editor de la conocida revista Selecciones Reader´s Digest; Prescott Bush propietario petrolero y abuelo del actual presidente norteamericano George W. Bush, apoyaron de formas diversas el avance del fascismo alemán durante la década de los treinta. Sus simpatías eran, al fin y al cabo, coherentes con sus intereses. Las clases poderosas norteamericanas, que vivían en su propio país los efectos sociales de las crisis económica de 1929, contemplaban al nazismo como una útil herramienta contra la agitación y el avance del movimiento obrero en Europa. Pero no era esta su única motivación. Muchos de estos prohombres consideraban que a la postre se iba a producir una confrontación entre Alemania y la Unión Soviética, y acariciaban la idea de que Hitler pudiera acabar con la primera experiencia socialista mundial. Sin embargo, la actitud de empatía hacia el fascismo no era exclusiva de los norteamericanos. Muchos políticos europeos compartían con ellos idénticas afinidades. El mismo Wiston Churchill, considerado por la historiográfica conservadora como un abanderado de la democracia, le decía a Mussolini en 1927:

“Si yo fuera italiano estoy seguro que habría estado incondicionalmente con usted desde el comienzo al fin de su triunfal combate contra los bestiales apetitos y pasiones del leninismo”

Las objeciones de los sectores conservadores de Europa y de los Estados Unidos hacia Hitler y el fascismo no eran de orden ideológico. Su temor nació cuando entendieron que el expansionismo territorial alemán era irrefrenable.

La evidente sintonía ideológica de ciertos sectores de la administración y de la industria norteamericana con los nazis, se reflejó en el descuido de las instituciones encargadas de ejercer las tareas de Inteligencia. Cuando en 1940 se produjo la fulminante derrota de Francia y el incontenible avance alemán amenazó con saltar las fronteras continentales, las afinidades germanófilas de los influyentes grupos de poder norteamericanos se trocaron en pánico. Pero ya era demasiado tarde. Iban a ser los motores de los cazas japoneses los que se encargarían de poner en evidencia las debilidades del espionaje estadounidense La intervención de los Estados Unidos en la guerra y el descalabro sufrido en Pearl Harbor dieron un impulso a la reorganización de sus servicios de inteligencia estratégica. Se comenzó creando dos instituciones que desempeñarían esta labor durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. Una, fue el Buró de Información Militar (OWI), cuya responsabilidad consistía en organizar la propaganda en el interior y exterior de los Estados Unidos. La Agencia de Servicios Estratégicos (OSS), en cambio, se encargaba del espionaje militar. En cualquier caso, pese a la atención que se le prestó a esta nueva estructura de inteligencia, los EEUU habían llegado con retraso. Los alemanes disponían de unos servicios considerablemente más sólidos y centralizados, con una perspectiva de “espionaje total” que los norteamericanos no habían pensado siquiera en desarrollar. De hecho, en el curso de la guerra, la Inteligencia norteamericana tuvo que apoyarse en muchas ocasiones en el experimentado servicio de espionaje británico. Sea como fuere, el primer servicio coordinado de inteligencia de los Estados Unidos utilizó como pilares estas dos oficinas, y sobre ellas se constituiría, en 1947, la Central Intelligence of América, la CIA.

Desde el comienzo de la guerra, las esferas gubernamentales estadounidenses se prepararon para crear las condiciones favorables que permitieran a su país desempeñar un papel preeminente en la posguerra. Eran conscientes de la magnitud de la tarea y también de algunas de sus insuficiencias. Estaba claro que los Estados Unidos saldrían del conflicto mundial en óptimas condiciones desde el punto de vista económico y militar. Pero no se podía decir lo mismo de su capacidad para articular ese poderío a través de sus servicios de inteligencia. El reto consistía en ser capaces de crear las instituciones adecuadas para ejercer una influencia universal a todos los niveles. En palabras de un alto funcionario de la época, lo que se necesitaba era una organización “capacitada para resolver determinadas misiones políticas mediante recursos tales que se encuentran en un punto entre los recursos normales de política exterior y el empleo abierto de la fuerza armada”. ¿Qué misiones políticas y recursos podrían hallarse entre la diplomacia y el empleo de la fuerza armada? La propia historia de la CIA responde sobradamente a este interrogante. Su más de medio siglo de existencia está profusamente jalonado de asesinatos políticos, manipulación de medios de comunicación, prácticas terroristas, golpes de estado, chantajes… En la primera parte de la década de los cuarenta los Estados Unidos no disponían ni de medios humanos ni de infraestructura para la realización de tan ingente tarea. Paradójicamente sería uno de sus enemigos en la contienda bélica quien cubriría esas insuficiencias.

Ha sido necesario que transcurrieran casi sesenta años para que oficialmente llegáramos a saber que, en los últimos meses de la II Guerra Mundial, altos funcionarios de la Administración norteamericana le encargaron a la OSS la misión de localizar a los agentes nazis que quedaban dispersos, tras las líneas enemigas, después de la retirada del ejército alemán. La directriz de la misión consistió en enrolar a los antiguos miembros de la GESTAPO y la SS en sus servicios de inteligencia para su reutilización futura. La labor había que realizarla con una gran premura, pues el destino de esos agentes, - frecuentemente simples asesinos- , era el pelotón de fusilamiento si caían en manos de los partisanos antifascistas de los países ocupados por el ejército germano. En 1945, cuando se produce la rendición incondicional de Alemania, el jefe de su servicio secreto, el general Reinhard Gehler, fue “reclutado” por los americanos. Trasladado más tarde a los Estados Unidos y sometido a un rápido “reciclaje democratizador” en Fort Bragg se le encomendaron tareas de organización de primer orden.

Entre las bambalinas de esa operación de enganche se encontraba Allan Dulles, en aquel entonces jefe de la OSS en Berna. El que años después iba a ser el primer jefe de la CIA, había mantenido estrechas relaciones con dirigentes nazis desde mucho antes de la guerra. Pero el reclutamiento de los nazis no resultaba una tarea fácil. Una vez acabado el conflicto bélico, no existía la posibilidad de fabricar una “transición” que permitiera a los antiguos cargos administrativos de los regímenes fascistas continuar ejerciendo funciones de poder. La guerra había sido excesivamente cruel y los crímenes cometidos demasiado repugnantes. Por otra parte, el protagonismo de la liberación de Europa no sólo era patrimonio de los ejércitos Aliados. En Italia, por ejemplo, los guerrilleros partisanos, liderados por el Partido Comunista, habían derrotado a seis divisiones alemanas y liberado todo el norte del país. En Francia, los miembros de la Resistencia precedieron a las tropas aliadas en la liberación de París. En Europa se respiraba un clima de acendrado antifascismo. En esas circunstancias los pueblos no hubieran admitido ningún tipo de transacción del estilo de las que se aplicarían treinta años después en España y América Latina como salida de compromiso a sus Dictaduras.

Los jefes de la OSS, William Donovan, James Angleton y Allan Dulles, con la colaboración de la Santa Sede, organizaron la evacuación de cerca de 10.000 nazis con destino a América Latina y los Estados Unidos. La finalidad del proyecto "Paperclip", - que así se denominó la operación – fue reclutar para la industria de guerra norteamericana, a los científicos nazis, a los especialistas en aeronáutica, en guerra biológica y química, en investigación nuclear y tratamiento del uranio. Durante medio siglo, rodeados del más absoluto secreto, estos nazis trabajarían en Fort Bragg (EEUU), en el complejo industrial militar, en la NASA y en la CIA. Pero no sólo fueron nazis alemanes los que al amparo de la Displaced Person Act se acogieron a una reglamentación privilegiada para entrar en los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. Miembros de los grupos fascistas que colaboraron con los alemanes en Hungría, Bulgaria Ucrania, Lituania y Rusia, y que se habían caracterizado por la extrema crueldad con la que trataban a las poblaciones resistentes al invasor germano, arribaron igualmente a las costas norteamericanas con la protección oficial del gobierno de los EEUU. En gran medida estos serian los mimbres sobre los que se urdiría la red de Inteligencia de los Estados Unidos en una buena parte del planeta.

En Europa se encargó al general Gehlen y a agentes que habían pertenecido o colaborado con los servicios de los países del Eje, la organización de la red denominada “Stay-Behind” (“Permanecer detrás”). Las funciones de esta red quedaron claramente definidas en esta directiva “top secret” que el gobierno norteamericano desclasificó cincuenta años más tarde:

“Todas las actividades conducidas o apoyadas por el Gobierno [de EE.UU.] contra los Estados [países] o grupos hostiles, o los apoyos de Estados [países] o grupos amigos, deben ser planificados y ejecutados de manera que la responsabilidad de ningún Gobierno [actual y posteriores de los EE.UU.] pueda aparecer a las personas ajenas y no autorizadas, y si ellas son descubiertas, el Gobierno de los Estados Unidos pueda denegar de manera fehaciente toda responsabilidad. Precisamente, tales operaciones están involucradas en la actividad secreta y en relación con la propaganda; la guerra económica, la acción preventiva directa, que incluye el sabotaje, el anti-sabotaje, las medidas de destrucción y de infiltración; la subversión de Estados [países] hostiles, donde se incluye la asistencia a los movimientos de resistencia, a las guerrillas locales y a los grupos de liberación en el exilio; el apoyo a los elementos anticomunistas locales que se encuentren en los países amenazados del mundo libre. Estas operaciones no toman en cuenta los conflictos armados conducidos por las fuerzas armadas militares reconocidas, las del espionaje y el contraespionaje, la cobertura y el engaño llevadas por las operaciones militares”.

Con esta infraestructura humana el gobierno norteamericano intento construir los requisitos “técnicos” imprescindibles para impedir cualquier veleidad izquierdista en la Europa de la posguerra. Pero faltaba aún lo más importante: la articulación de un frente ideológico que les permitiera el control de las mentes y las voluntades…

La guerra cultural

Poco o nada hay en común entre un auténtico agente de la CIA y la imagen que Hollywood nos ha transmitido de ellos a través de las pantallas de cine o de TV. El perdonavidas duro y frío, pero con principios morales, que el británico Ian Fleming describe en sus célebres novelas, no encaja con los personajes que empezamos a conocer gracias a la documentación secreta a la que hoy tienen acceso los investigadores. En realidad, esto no es extraño. En el contexto de la Guerra Fría se convirtió en una necesidad que los agentes secretos contaran con la simpatía del gran público. Para lograrlo los voceros de la comunicación de masas se esforzaron en dibujar un perfil que encajara con lo que el imaginario colectivo podía aceptar como héroe contemporáneo: un hombre medianamente joven, atractivo, defensor de los valores de la libertad y capaz de dar la vida por sus semejantes. De acuerdo con ese estereotipo, su papel consistía en enfrentarse con un enemigo brutal y desalmado que, invariablemente, se proponía destruir el “mundo libre” y los valores de Occidente.

La realidad ha sido, y es, bien distinta. Esos personajes épicos que han inundado las salas de cine, la TV, la novela, los comics y, como consecuencia, nuestra propia imaginación, nunca han existido.

Las actividades de la CIA se nos han mostrado como una confrontación en la que los diferentes servicios de inteligencia se batían cruentamente en una batalla entre el bien y el mal. De esta forma se creó una ficción nada inocente que trataba de camuflar otras tareas menos confesables. Hoy, sin embargo, ya se dispone de suficientes datos para afirmar que, en muchas ocasiones, los creadores de esa realidad distorsionada formaban parte de los mismos servicios de inteligencia que caricaturescamente pretendían representar en los medios de comunicación.

Contrariamente a la imagen que se ha confeccionado de la CIA, la función que le otorgaron sus patrocinadores originarios, no era primordialmente estratégico-militar. Su objetivo consistió, desde el principio, en ganar la batalla de las ideas. Si el Fondo Monetario Internacional, el Plan Marshall y el Banco Mundial se convirtieron en los instrumentos económicos que los Estados Unidos utilizaron a partir de 1945 como muro de contención contra el avance de los movimientos de izquierda; la Agencia fue la herramienta que permitió vencer las resistencias ideológicas que colisionaban con los propósitos norteamericanos de hegemonía mundial Hoy se encuentra ampliamente documentado como la CIA no escatimó ningún recurso para alcanzar sus objetivos de dominio ideológico. Se compró la conciencia de destacados intelectuales aparentemente intachables. Se sobornó a líderes sindicales para que pusieran freno a los sectores más radicales del movimiento obrero. Se crearon decenas de revistas de cultura y arte en las que, desde una perspectiva aparentemente “neutral” y “libertaria”, se atacaba y desprestigiaba a los intelectuales más comprometidos con su tiempo. Y cuando la trama de la corrupción no resultaba suficiente para imponerse, se preparaban las condiciones para el golpe de estado y el asesinato del enemigo.

Un fantasma recorre Europa

Después de la II Guerra Mundial, el descrédito de la derecha europea alcanzó posiblemente los niveles más altos de su historia. Los efectos de su abierta cooperación con el fascismo amenazaban incluso su existencia como fuerza política en algunos países europeos. En Francia, por ejemplo, no pocos representantes de los partidos conservadores estaban manchados por su apoyo al gobierno colaboracionista del mariscal Petain. En Italia, la monarquía, los sectores financieros, los terratenientes y el mismo Vaticano fueron quienes facilitaron el ascenso de Mussolini al poder; manteniendo la connivencia con el dictador hasta un cuarto de hora antes de su oportuna destitución. En Alemania, los Krupp, los Heinkel, los Siemens y demás industriales germanos se habían comprometido políticamente con Hitler; delegando en éste la tarea de acabar con la “marea roja” que amenazaba con arrebatarles su poder económico. El panorama de la posguerra no era tranquilizador ni siquiera para la propia burguesía inglesa que, a diferencia de la continental, resistió el ataque del fascismo. El recuerdo de la política económica conservadora de la preguerra, lesiva para los intereses populares, provocó que los “torys” obtuvieran un estrepitoso fracaso en las elecciones de 1945. Y eso había sucedido en un país en el que el premier conservador Wiston Churchill gozaba de una enorme popularidad como líder de la lucha británica contra la Alemania nazi.

En cambio, las izquierdas, y particularmente los comunistas europeos disfrutaban de un prestigio bien ganado en la lucha guerrillera contra el fascismo. Al fin y al cabo, para los pueblos de Europa, la Unión Soviética había cargado con los capítulos más dolorosos y sangrientos de la guerra. El sacrificio de 20 millones de soviéticos, muertos durante la contienda, generó una gran corriente de simpatía hacia ese país. El pensamiento revolucionario y progresista se convirtió en hegemónico entre una buena parte de las multitudes recién liberadas del fascismo. También entre la inmensa mayoría de la intelectualidad del viejo continente predominaba un fuerte sentimiento anticapitalista. Brecht, Rolland, Bertrand Russell, Ehremburg, Bernard Shaw, Barbusse, Jean Paul Sartre, Diego Rivera, Siqueiros, Chaplin, Visconti, Picasso, Thomas Mann, Luckacs, Buñuel… eran algunos de los intelectuales de la época cuyos nombres estaban asociados, de una u otra manera, con la izquierda. Así pues, el mundo de las artes, las letras, el cine y la filosofía se hallaba fuertemente impregnado por los aires optimistas de renovación social.

En el ámbito laboral, la hegemonía de los sindicatos de izquierda era evidente, y no sólo por razones de tradición histórica, sino también gracias a la combatividad desplegada en los años de la inmediata posguerra. Ante este auge izquierdista, incluso las corrientes sindicales socialdemócratas y cristianas, próximas a los postulados pronorteamericanos, tuvieron que radicalizar la apariencia de su discurso para evitar que sus competidores socialistas y comunistas provocaran la deserción de sus afiliados.

El panorama francamente adverso para los objetivos norteamericanos. Los Estados Unidos entendieron que era necesario dar un cambio radical a un contexto que hacía peligrar gravemente sus intereses. Sin el restablecimiento de la hegemonía ideológica del pensamiento conservador, su proyecto de control planetario tendría que enfrentarse con un difícil porvenir. Las clases poderosas de los EEUU necesitaban un mundo seguro y estable para el capitalismo, donde sus intereses económicos fueran incontestados e incontestables.

Los recursos para lograr esta “seguridad” fueron diversos: la intervención armada, (Grecia y Corea), la presión y el control económico (Plan Marshall y las instituciones de Brettons Wood) y la guerra ideológica. Hasta ahora muchos historiadores y comentaristas políticos habían sostenido que la función de la CIA era esencialmente militar. Y, en efecto, la Agencia desempeñó un importante papel en la preparación de golpes de Estado, en labores de espionaje, en la contribución a la logística militar, en la compra de dirigentes sociales, etc. Pero su tarea fundamental consistió en la penetración cultural e ideológica.

Ya desde el mismo momento de su creación, la CIA intentó colarse en todos los entornos productores de información. La compra de intelectuales vacilantes, la creación de millonarias Fundaciones “filantrópicas”, la apropiación ideológica de aquellos escenarios que transmitieran cualquier forma de pensamiento, se convirtió en una de sus primeras misiones. Desde 1947, fue autorizada para subsidiar programas de “colleges”; para crear entidades culturales; editoriales; magazines; o para organizar vistosos “congresos” de escritores y científicos a los que, invariablemente, se le prestaba una extraordinaria cobertura mediática.

También se encontraba entre los quehaceres de la Agencia suscribir contratos con Universidades privadas, emisoras de radio, periódicos, etc. Mediante esta vinculación financiera la Central conseguía ejercer una influencia directa y poderosa en los ámbitos académicos y mediáticos. La mayoría de las veces estas actividades se realizaban a través de sociedades fantasmas interpuestas. Por la documentación, hasta hace poco reservada, se sabe que la CIA consideró que las fundaciones de carácter supuestamente altruista serían un vehículo idóneo para la articulación de sus fines. Las fundaciones Farfield, Kaplan, Carnegie, Rockefeller y Ford fueron las tapaderas culturales más notorias de la CIA. A través de ellas, podía canalizar sus cuantiosos fondos sin que los destinatarios pudieran sospechar que estaban siendo manipulados por los servicios de inteligencia de los Estados Unidos.

La Fundación Ford se distinguió especialmente en el despliegue de la ofensiva ideológica norteamericana en Europa. A finales de los años cincuenta disponía de activos que superaban los tres mil millones de dólares. Algunos comentaristas de la época reseñaban, no sin cierta ironía, que “a veces parecía como si la Fundación Ford fuera una extensión del gobierno en el área de la propaganda cultural internacional”. Esta última observación cobró sentido cuando, en 1964, su presidente abandonó el cargo para convertirse en el principal asesor de Allen Dulles, director de la CIA.

Una investigación del Congreso de los Estados Unidos pondría de manifiesto en 1976 que cerca de la mitad de las 700 subvenciones concedidas por las fundaciones fueron financiadas por la Agencia Central de Inteligencia. Según un antiguo miembro de la Agencia, la infiltración de ésta en las fundaciones hizo posible la financiación de una "variedad aparentemente ilimitada de programas de acción clandestina que afectan a grupos juveniles, sindicatos, universidades, editoriales y otras instituciones privadas."

Después de la II Guerra Mundial, en Europa se tenía una opinión despectiva - y probablemente injusta - acerca del nivel cultural del estadounidense medio. La caricatura del yanqui masticador de chicle, ignorante y exclusivamente preocupado por la limpieza de su deslumbrante furgoneta Oldsmobile, era indudablemente exagerada, pero muchos europeos la compartían. Los círculos gubernamentales norteamericanos eran conscientes de que esa deformación popular europea no iba a facilitar el avance de su influencia en el viejo continente. Con objeto de hacer cambiar esa percepción y así favorecer su propio trabajo ideológico, se promovió el desembarco en Europa de compositores de la talla de Leonard Berstein, Elliot Carter y Gian Carlo Menotti. Las grandes editoriales americanas incrementaron la distribución de libros de autores como Pearll Buck, James Burnham, Norman Cousin y, también, de Ernest Herminway o William Faulkner. Se trataba del preámbulo a una invasión cultural menos amable e, indudablemente, mucho más sospechosa.

Muy pronto, en 1947, se inició de manera explícita la promoción de algunos escritores europeos, con pasado izquierdista, pero ya desilusionados de su antigua militancia. Centenares de miles de ejemplares de la obra de Arthur Koestler “El cero y el infinito”, encontraron un lugar destacado en las librerías del viejo continente. “Vino y pan”, de Ignacio Silote y “1984”, de George Orwell, fueron rápidamente elevadas a la categoría de “best seller”. No se trataba de hechos casuales. Los Servicios de Inteligencia norteamericanos pusieron especial énfasis en la promoción de aquellas obras que contribuyeran a romper cualquier esperanza de construir una sociedad diferente. Se trataba de desprestigiar los peligrosos sueños de cambio que se alojaban en el cerebro de los “cabezas de huevo”, término despectivo utilizado para referirse a los intelectuales. El reclutamiento de antiguos escritores “de izquierda” era particularmente apreciado por la CIA. Se les consideraba “cuñas del mismo palo” y, con razón, calculaban que los estragos que causarían en las filas del “enemigo” podían ser formidables.

En los años siguientes, una larga lista de intelectuales anticomunistas, serían catapultados por la Agencia. Isaiah Berlin, Stephen Spender, Daniel Bell, Dwight MacDonald, Robert Lowell, Hannah Arendt, Mary McCarthy, Raymond Arond, Anthony Crosland y Michael Josselson recibieron el apoyo económico y publicitario de la CIA. Esta afirmación no es una conjetura más o menos arriesgada. La investigadora británica Frances Stonor Saunders, de la Universidad de Oxford - teniendo como principales fuentes la documentación oficial y el acopio de entrevistas a algunos de los muñidores de esas operaciones- desveló la naturaleza de la ofensiva ideológica norteamericana a lo largo de cuatro décadas en su libro “La CIA y la guerra cultural”. En esta obra, a la que algunos historiadores califican como “maestra en la investigación histórica”, Stonor Saunders pone al descubierto en qué consistieron los resortes de la trama.

Cuando el “New York Times” y otros periódicos airearon públicamente en 1966 el origen de la financiación de aquellos “congresos”, empresas periodísticas y promociones editoriales, muchos de los intelectuales “reclutados” pretendieron excusar su participación en las operaciones de la CIA, alegando su ignorancia acerca de la identidad de quienes movían los hilos de esas iniciativas. Resulta difícil entender, sin embargo, que en una época en la que la escasez dominaba hasta en el último rincón de Europa, los intelectuales favorecidos por las preferencias de la CIA no se preguntaran nunca por el origen de la financiación de tanto “festín cultural”. Todos los datos ayudan a pensar que la mayor parte de los participantes en la ofensiva ideológica conservadora de la “guerra fría” tenían plena conciencia de quién era el dueño del caballo por el que apostaban. Escritores, filósofos o científicos sociales como Hannah Arendt, Daniel Bell, Isaiah Berlin, Mary McCarty, Sydney Hook, André Gide, Irving Kristoll, Freddie Ayer, André Malraux, Nicolás Nabokov, Jacques Maritain, T.S.Elliot, Benedetto Croce, Arthur Koestler, Raymond Aron, Salvador de Madariaga y Karl Jaspers defendían los “valores de la libertad” de acuerdo con los parámetros anticomunistas definidos por sus benefactores de la CIA. Resulta revelador que ninguno de ellos cuestionara con su rúbrica las intervenciones de los Estados Unidos en Irán, Guatemala, Corea, la caza de brujas emprendida por el Senado estadounidense contra intelectuales norteamericanos, las matanzas masivas en la Indochina colonial y Argelia o los linchamientos de negros por el Ku Klux Klan, en el Sur de los Estados Unidos.

Algunos, incluso, no dudaron en traspasar la frontera de la mera complicidad y se convirtieron en simples delatores de sus colegas, como fue el caso de George Orwell.

Orwell, el gran hermano que todo lo ve

Orwell, cuyo nombre real era Eric Blair, nació en la India en 1903 -donde su padre ejercía como funcionario colonial- en el seno de una aristocrática familia británica venida a menos. Parte de su adolescencia la pasó en el famoso y elitista Eton Collage, escuela en la que las clases pudientes inglesas educan a sus vástagos. Al cumplir 20 años, su admiración por el Imperio británico lo empujó a enrolarse en la Policía Imperial, siendo destinado a Birmania. En 1927, después de constatar de cerca la naturaleza de los cuerpos represivos británicos en las colonias, regresó a Londres, donde trató de abrirse camino como escritor. Como resultado de su experiencia birmana, en la que pudo presenciar la tortura y el escarnio contra la población autóctona, su pensamiento político se radicalizó hacia posiciones de izquierda.

Aunque su relación con la policía británica y sus experiencias en los bajos fondos parisinos le proporcionaron abundantes materiales para la creación literaria, sus primeras novelas no tuvieron ningún éxito En 1936, Orwell viajó a España y se alistó en las filas del ejército republicano para luchar contra la rebelión franquista. Esa experiencia bélica, que se redujo a unos pocos meses, le sirvió para escribir “Homenaje a Cataluña”, posiblemente su mejor obra. Su presencia en España estuvo jalonada por los enfrentamientos entre militantes comunistas y republicanos, por un lado, y anarquistas y miembros del POUM, por el otro. El dramatismo de ese combate fraticida, que Orwell vivió del lado de los perdedores, lo llevaría a definirse ideológicamente en un extraño cóctel que combinaba el anarquismo con una original variante del trotskismo.

En 1945 escribió “Rebelión en la granja”. La obra consistía en una amarga sátira de la Revolución rusa, protagonizada caricaturescamente por los animales de una hacienda. La narración tuvo una pobre acogida en Inglaterra donde Orwell solo logró vender 23.000 ejemplares. Sin embargo, poco tiempo después, en 1946, la novela cruzó el Atlántico; y ,en los EEUU, los servicios de inteligencia norteamericanos se encargaron de convertirla en un auténtico bestseller. La obra se vendió por centenares de miles, aunque su calidad literaria fuera algo más que dudosa. No en vano, la CIA disponía de la influencia necesaria en los medios de comunicación para convertir lo mediocre en excelente. Los elogios fueron casi unánimes en la prensa norteamericana. El periódico “New Yorker”, por ejemplo, cuyos exigentes críticos literarios solían ser muy tacaños a la hora de emitir un elogio, calificaba a “Rebelión en la granja” como un libro “absolutamente magistral”, y sostenía que había que empezar a considerar a Orwell como “un escritor de primera línea, comparable con Voltaire”. Como no podía ser menos, la infraestructura de la CIA en Hollywood se hizo cargo también de financiar la versión cinematográfica de “Rebelión en la granja”. No se escatimaron dólares a la hora de invertir. Un ejército de ochenta dibujantes asumió la tarea de construir las 750 escenas con los 300.000 dibujos a color que requería la producción del film en dibujos animados. El guión fue asesorado por el Consejo de Estrategia Psicológica, que procuró que el mensaje fuera nítido y favorable a los planes de la CIA. La película contó con una enorme cobertura publicitaria y pudo verse hasta en el último confín de Occidente.

En 1949, apenas unos meses antes de su muerte, Orwell publicó la novela “1984”. Animado por el inesperado éxito de su anterior bestseller, el escritor británico rescató el anticomunismo como tema central de su nuevo libro. Orwell no fue en esta ocasión un dechado de originalidad. Su novela resultó ser un auténtico plagio de la obra “Nosotros”, escrita por Evgeni Zamiatin, un narrador ruso de principios del siglo XX, que huyó de su país en 1917, en las vísperas de la Revolución. Tiene escasa importancia si el tipo de sociedad descrito por Orwell en “1984” correspondía al estalinismo o a la sociedad de consumo de los países capitalistas. El hecho cierto es que el libro le vino de mil maravillas a la CIA y a la logística de su ofensiva ideológica en Europa. Y eso Orwell no solo no lo ignoraba, sino que lo utilizó como desahogo de su anticomunismo enfermizo. Isaac Deustcher, un teórico trotskista de reconocido prestigio internacional, describía, con esta significativa anécdota, el impacto que el libro había provocado en la opinión pública norteamericana: "¿Ha leído usted ese libro? Tiene que leerlo, señor. ¡Entonces sabrá usted por qué tenemos que lanzar la bomba atómica sobre los bolcheviques!”. “Con esas palabras, - decía Deustcher- un miserable ciego, vendedor de periódicos, me recomendó en Nueva York "1984", pocas semanas antes de la muerte de Orwell.” Pero el escritor ingles no solo contribuyó, junto con otros intelectuales “arrepentidos”, a crear un clima de insufrible pánico anticomunista en las sociedades occidentales. George Orwell, que con “1984” había aterrado a millones de personas con la posibilidad de que el futuro nos deparara una sociedad escrupulosamente vigilada por un omnipresente “Gran Hermano” que todo lo controlaba, se convirtió el mismo en un vil delator de los intelectuales de izquierda residentes en su país. Durante años Orwell ha sido considerado en el ámbito de algunos sectores progresistas como un autor paradigmático de la defensa de los derechos de los individuos frente al omnipresente poder del Estado. Paradójicamente, la realidad ha puesto de manifiesto que tan solo fue un vulgar alcahuete de los servicios policíacos británicos y norteamericanos. La recuperación del material secreto de la época demuestra que Orwell denunció hasta 125 escritores y artistas como “compañeros de viaje, testaferros del comunismo o simpatizantes". Haciendo uso de las lecciones aprendidas en la policía colonial del Imperio, Orwell se dedicó a anotar escrupulosamente los datos e impresiones de aquellos intelectuales con los que mantenía relación. En lo que el mismo denominaba como “su listita” no solo se incluían los nombres de sus denunciados, sino también las observaciones venenosas que le merecían. La mayoría de ellos ni siquiera eran comunistas, sino intelectuales liberales o, simplemente, progresistas. En una libreta de tapas azules, quien creara la imagen novelesca del superpoder totalitario, iba anotando escrupulosamente sus impresiones acerca de aquéllos a quienes luego denunciaría al Servicio Secreto británico y a la CIA. Del poeta inglés Tom Driberg, por ejemplo, decía: “Se cree que es miembro clandestino del P.C.”, “judío inglés”, “homosexual”. Del músico de color Paul Robenson: “muy antiblanco”. A Kingsley Martin, director del conocido semanario del laborismo de izquierda News Statesman lo definía como “un liberal degenerado, muy deshonesto”. A Malcolm Nurse, uno de los padres de la liberación africana, lo calificaba de “Negro, antiblanco”. Al universalmente conocido John Steimbeck lo insertó en su cuaderno delator por ser, según su opinión, un “escritor espurio y pseudoingenuo”. Ni Charles Chaplin, ni el novelista JB Priestley, ni el entrañable Bernard Shaw, ni el celebérrimo Orson Welles, ni el prestigioso historiador E.H. Carr , se libraron del lápiz acusador de George Orwell. Orwell fue una creación de la CIA, independientemente de la opinión que se tenga acerca de la calidad literaria de su obra. La Agencia no escatimó a la hora de invertir fondos para promocionar su obra. Era conocedora del efecto devastador que el mensaje de un supuesto representante de los valores de la izquierda, podía tener sobre amplios sectores de la opinión. Como otros intelectuales de aquella –y de esta- época, sucumbió a la seducción del éxito fácil y la notoriedad rápida que posibilitaba la transmisión de un mensaje construido por los diseñadores de la guerra fría.

La tragedia para su memoria ha sido doble. Por una parte, la apertura de unos archivos polvorientos del Foreign Office ha puesto al descubierto su personalidad fraudulenta. La ausencia de escrúpulos del escritor británico solo fue equiparable con la de los más despreciables protagonistas de sus propias novelas. La historia, finalmente, le ha pasado factura, colocándolo en el lugar donde le corresponde, aunque para ello hayan tenido que transcurrir más de cincuenta años. Por otro lado, la sociedad siniestra que Orwell describió se parece cada día más a la que, paradójicamente, él contribuyó a reproducir y a nosotros nos está tocando vivir. Toda la panoplia orweliana de “policías del pensamiento”, “semanas del odio”, “nopersonas” y esa “neolengua” que se empequeñece en lugar de agrandarse, haya su réplica en la estampa que nos está ofreciendo la sociedad actual. ¿Qué más da que la uniformización del pensamiento corra a cargo del “Gran Hermano” o de las siete multinacionales de la comunicación que controlan y “depuran” la transmisión planetaria del pensamiento? ¿Hay tanta diferencia entre las “Semanas de odio” que organizaba el Big Brother y las que hoy organiza Bush, con la finalidad de preparar psicológicamente a la población de los EEUU para una guerra de conquista? ¿Existe una divergencia tan grande entre el “Ministerio de la Verdad” de “1984,” que diariamente determinaba lo que debía pensar el ciudadano, y la aplastante uniformidad de opiniones que cada mañana puede escucharse en todas las emisoras radiofónicas del Estado Español? ¿En qué se diferencian los delitos de opinión que cometían los “criminales del pensamiento”, y los que hoy se atribuyen a los perseguidos redactores de Egunkaria? Se equivocan quienes consideren que la guerra cultural de la CIA , la batalla ideológica por el control del pensamiento, es solamente una secuencia del pasado, un capítulo oscuro de la Guerra Fría. Nada más lejos de la realidad. Mientras en nuestro planeta existan pueblos que dominan y otros que son dominados; clases que detentan la propiedad de las riquezas y otras que no tienen acceso a ella, la batalla de las ideas no concluirá.

El sueño de los estrategas norteamericanos de la posguerra se ha cumplido. Hoy la hegemonía ideológica, política, económica y militar de los EEUU en el mundo es indiscutible. Pero… ¿por cuánto tiempo?